viernes, 30 de enero de 2015


19 march 1931 - Gambling is legalized in Nevada.




Un colegio femenino visto desde fuera

La luna blanca como pluma de ave nunca dejaba oscurecerse al cielo; durante toda la noche, las flores del castaño destacaban blancas en el verdor y el cerafolío crecía oscuro en los prados. El viento de los patios de Cambridge no se dirigía ni a Tartaria ni a Arabia, sino que pasaba como en un ensueño entre las nubes azul grisáceas sobre los tejados de Newnham. Allí, en el jardín, si ella necesitaba espacio para pasear, lo hallaría entre los árboles; y como su rostro sólo encontraría rostros femeninos, podía mostrarlo desnudo, inexpresivo, y atisbar en habitaciones donde a esa hora, desnudas, inexpresivas, los blancos párpados cerrados, las manos sin anillos extendidas sobre las sábanas, dormían innumerables mujeres. Pero aquí y allá aún brillaba alguna luz.

Cabía imaginar una doble luz en la habitación de Ángela, a la vista de lo brillante que era la propia Ángela y de cómo resplandecía su reflejo en la ventana. Todo su ser aparecía perfectamente dibujado... tal vez el alma. Pues el cristal ofrecía una imagen estática... blanca y dorada, zapatillas rojas, pelo claro con piedras azules, y jamás un rizo o una sombra que alterase la suave caricia de Ángela y su reflejo en la ventana, como si le agradase ser Ángela. El momento era en sí mismo agradable... la brillante imagen colgada en el corazón de la noche, el altar hundido en la negrura nocturna. Era francamente extraño tener esta prueba visible de la exactitud de las cosas; ese lirio flotando inmaculado en el estanque del Tiempo, sin temor, como si eso fuese suficiente... ese reflejo. Tal fue el pensamiento que reveló al darse la vuelta, y el espejo no reflejó nada, o sólo el armazón de cobre de la cama, y ella, corriendo de acá para allá, pataleando y precipitándose, se volvió como una mujer en una casa, y cambió de nuevo, apretando los labios ante un libro negro y señalando con el dedo lo que sin duda no podía ser una sólida comprensión de la ciencia económica. Pero Angela Williams estaba en Newnham con la intención de prepararse para ganarse la vida, y no podía olvidar, siquiera en los momentos de apasionada adoración, los cheques que su padre le enviaba desde Swansea; a su madre haciendo la colada en el lavadero: las batas rosas tendidas en la cuerda; indicios de que ni siquiera el lirio sigue flotando inmaculado en el estanque, sino que tiene un nombre escrito en una tarjeta como cualquier otro.

A. Williams... se leía a la luz de la luna; y junto a este nombre había otros como Mary o Eleanor, Mildred, Sarah, Phoebe, escritos en tarjetitas cuadradas y colgados en las puertas. Nombres todos ellos, nada más que nombres. La fría luz blanca los marchitaba y los volvía rígidos, hasta que parecía que la única finalidad de todos aquellos nombres fuese alinearse marcialmente por si los llamaban para apagar un fuego, sofocar una insurrección o pasar un examen. Tal es el poder de los nombres escritos en las tarjetas clavadas en las puertas. Tal es también el parecido que guardan las baldosas, los pasillos y las puertas de los dormitorios con la lechería o el convento, un lugar de reclusión o disciplina donde hay un cuenco de leche fresca y pura y una abundante colada de ropa blanca.

En ese mismo instante llegó una risa ahogada de detrás de una puerta. Un solemne reloj anunció la hora... una, dos. Pero si el reloj estaba dando alguna orden, ésta no fue obedecida. Fuego, insurrección, examen, quedaron sepultados bajo la risa, o suavemente eliminados, pues el sonido parecía bullir desde las profundidades arrastrando dulcemente por el aire horarios, normas, disciplina. La cama estaba cubierta de cartas. Sally estaba en el suelo. Helena en la silla. La buena de Bertha sentada junto al fuego con las manos entrelazadas. A. Williams entró bostezando.

-Porque es total y absolutamente detestable -dijo Helena.

-Detestable -repitió Bertha. Luego bostezó.

-No somos eunucos.

-Yo la vi deslizarse por la puerta trasera con ese viejo sombrero. No quieren que lo sepamos.

-¿Quienes? -preguntó Angela-. Ella.

Luego las risas.

Repartieron las cartas, que quedaron con sus lados rojos y amarillos sobre la mesa, y una lluvia de manos cayó sobre ellas. La buena de Bertha, con la cabeza apoyada en el respaldo de la silla, suspiró profundamente. De buena gana se iría a dormir, pero como la noche es un pasto libre, un campo ilimitado, como la noche es riqueza en bruto, hay que adentrarse en su túnel de oscuridad. Hay que llenarlo de joyas. La noche transcurría en secreto, el día paciendo junto al resto del rebaño. Las persianas estaban levantadas. La neblina cubría el jardín. Sentada en el suelo junto a la ventana (mientras las demás jugaban), cuerpo y mente parecían flotar por el aire, deslizarse entre los arbustos. ¡Ay, pero ella deseaba tumbarse en la cama y dormir! Creía que nadie advertía sus ganas de dormir; creía humildemente- somnolienta-, con súbitas cabezadas y estremecimientos, que las demás estaban completamente despiertas. Cuando rieron al unísono un pájaro gorjeó en mitad de su sueño, fuera, en el jardín, como si la risa...

Sí, como si la risa (pues ahora ella dormitaba) saliese flotando igual que la neblina y quedase atada por suaves cintas elásticas a las plantas y los arbustos, de modo que el jardín resultaba vaporoso y evanescente. Y luego, azotados por el viento, los arbustos se inclinaban y el vapor blanco se extendía por el mundo.

Este vapor salía de todas las habitaciones donde dormían las mujeres, adhiriéndose a los matorrales, como la neblina, para luego flotar libremente en el espacio abierto. Las ancianas dormían y al despertarse se aferraban de inmediato a la ebúrnea vara de su autoridad. Ahora tranquilas y pálidas, en profundo reposo, yacen rodeadas, yacen sostenidas por los jóvenes cuerpos apoyados o reunidos junto a la ventana; derramando sobre el jardín esta risa borboteante, esta risa irresponsable: esta risa de cuerpo y mente que arrastra consigo normas, horarios, disciplina: inmensamente fértil, aunque informe, caótica, que se desliza y se pierde entre los rosales y los adorna con jirones de vapor.

-Ah -suspiró Angela de pie junto a la ventana, en camisón. Había dolor en su voz. Sacó la cabeza. La neblina se abrió como si su voz la hubiese partido en dos. Había estado hablando, mientras las demás jugaban, con Alice Avery, sobre Bamborough Castle; el color de la arena al atardecer; a lo que Alice respondió que escribiría para fijar la fecha, en agosto, e inclinándose, la besó, al menos le acarició la cabeza con la mano, y Angela, completamente incapaz de estarse quieta, como si su corazón fuese un mar azotado por el viento, se puso a deambular por la habitación (testigo de la escena), estirando los brazos para aliviar aquella agitación, aquel asombro ante la increíble inclinación del árbol milagroso con el fruto dorado en su copa... ¿no había caído entre sus brazos? Lo estrechó brillando contra su pecho, objeto que no se podía tocar, en el que no se podía pensar, del que no se podía hablar, sino que había que dejar allí, brillando. Y luego, colocando despacio aquí las medias, allí las zapatillas, doblando con esmero su enagua, Angela, cuyo apellido era Williams, comprendió ¿cómo expresarlo? que tras la oscura agitación de miríadas de siglos había luz al final del túnel; vida; el mundo. Se extendía ante ella... todo bondad; todo amabilidad. Tal fue su descubrimiento.

Pero realmente ¿cómo podía asombrarse cuando, tumbada en la cama, no era capaz de cerrar los ojos? -algo irresistible los mantenía abiertos-, ¿cuando en la penumbra, la silla y la cómoda resultaban imponentes y el espejo exquisito con su pálida huella del día? Chupándose el pulgar como un bebé (había cumplido los diecinueve el pasado noviembre), permaneció tumbada en este mundo amable, este mundo nuevo, este mundo al final del túnel, hasta que el deseo de verlo o de abarcarlo la empujó, apartando las mantas, a ir hasta la ventana, y allí, contemplando el jardín cubierto de neblina, con todas las ventanas abiertas, un azul intenso, un murmullo en la distancia, el mundo, por supuesto, y la llegada de la mañana, gritó «ay», como con dolor.

Largo


A boy jumps from a swing during sunset in Valras-Plage, southern France December 29, 2014. (Photo by Yves Herman/Reuters)




Los perseguidores

Eran las seis en punto de una tarde de invierno. A la tenue luz de las farolas se dibujaba el chispear de una llovizna borrosa y menuda. El resplandor amarillento de las luces se perfilaba sobre las aceras. Entre un chapoteo de botas de goma, bien subido el cuello de los impermeables, rezumantes de agua los sombreros hongo, unos jóvenes salían de las oficinas camino de vuelta a casa, desafiando un viento cortante como las púas de un cardo...

-Buenas noches, señor Macey.

-¿Vienes por mi camino, Charlie?

-¡Ahhh, qué asco de noche!

-Buenas noches, señor Swan.

... y los mayores, colgados de los negros pajarracos circulares de sus paraguas, se dejaban arrastrar deslizándose por las estelas de la luz de gas camino de sus cálidos, seguros hogares a prueba de la lluvia y del granizo, hacia las esposas llamadas madres, el calor de la chimenea, los perros pulgosos ya viejos y cariñosos, las chácharas de la radio.

Las jóvenes oficinistas, con el cabello chorreante bajo las capuchas, olorosas a perfumes y polvos de maquillaje, corrían soltando sus risitas bien cogidas del brazo tras los tranvías estridentes, y chillaban al salpicarse las medias con el aceite irisado de los charcos entre las resbaladizas guías de las vías.

En un escaparate, dos muchachas desvestían a los maniquíes.

-¿Adónde vas esta noche?

-Depende de Arthur. Ahí viene esa.

-Edna, cuidado con las combinaciones.

Echaron las persianas de otro escaparate.

Un niño que vendía periódicos voceaba muy quedo desde portal sin dirigirse a nadie en particular:

-¡Un terremoto! ¡Un terremoto en Japón!

El agua que goteaba de un canalón le empapaba los periódicos y se los ponía perdidos, pero él seguía de pie, quieto en su charquito.

La chica de la joyería, lisa como una tabla y flaca a más no poder, sin parar de lloriquear y recogiendo los lagrimones en un pañuelo, estaba echando con toda parsimonia los cierres metálicos y atrancándolos con la barra de través. Bajo aquella lluvia grisácea parecía como si toda ella estuviera llorando de los pies a la cabeza.

Una pareja silenciosa y enlutada retiraba las coronas mortuorias expuestas delante de la floristería, y ya se perdían por la mortecina y fragante penumbra del interior. Después se apagaron las luces.

Un hombre con un globo atado a la visera empujaba una misteriosa carretilla, amortajada con una loneta, hacia un callejón sin salida.

Un bebé con cara de anciano, sentado en su cochecito a la puerta de la taberna, observaba con cautela cuanto le rodeaba.

Era la tarde de invierno más triste que he visto en mi vida.

Pasó a mi lado un hombre joven que rodeaba con un brazo el talle de su chica, y se reía; y ella le devolvió las risas, se las lanzó a su cara bonita y repugnante. La tarde se hizo más triste si cabe.

Leslie y yo habíamos quedado en vernos en la esquina de Crimea Street. Éramos más o menos de la misma edad: demasiado mayores y demasiado pequeños. Leslie llevaba un paraguas cerrado que no usaba nunca, aunque algunas veces lo utilizaba para llamar a los timbres. Estaba intentando dejarse crecer el bigote. Yo gastaba una visera a cuadros que me ladeaba un poco sobre la cabeza, como si viviera en una perpetua noche de sábado. Nos saludamos muy serios.

-Hola, viejo, buenas noches.

-Buenas noches, Leslie,

-Llegas puntual, ¿eh?

-Como siempre -dije-. Justo a tiempo.

Una rubia maciza pasaba en aquel momento por allí correteando un tanto cohibida, dejando tras de sí como un rastro de olor a conejo empapado. Llevaba unos zapatos de tacón alto cuyas suelas chapoteaban, aunque los tacones repicaban con ritmo. A su paso, Leslie lanzó un silbido admirativo por lo bajo.

-Lo primero, los negocios -le dije yo.

-¡Tú también...! -dijo Leslie.

-Además, está muy gorda.

-A mí me gustan tirando a corpulentas, de esa talla -dijo Leslie-. ¿Te acuerdas de Penélope Bogan? Y encima estaba casada.

-Venga, hombre. Menuda pajarraca era aquella. ¡En el callejón del Paraíso tuvo que quedarse! ¿Cómo andas de pasta, Les?

-Trece peniques. ¿Tú qué tal andas?

-Yo casi estoy sin blanca.

-¿Adonde entonces? ¿A Las Brújulas?

-En el Marlborough el queso lo dan gratis.

Echamos a caminar hacia el Marlborough sorteando las varillas de los paraguas al tiempo que el aire ceñía contra nuestros cuerpos los tenues impermeables al resplandor de las farolas. Los desperdicios callejeros -papeles, cascaras, colillas, grumos de porquería empapados, revueltos y arrastrados por el vendaval- se quedaban flotando en los canales de los desagües con un rumor que se mezclaba con el reumático estruendo de los descarnados tranvías y con la sirena ululante de un barco abandonado en mitad de la bahía neblinosa, como si fuera una lechuza enorme.

-Oye, ¿y qué haremos luego? -dijo Leslie.

-Podemos seguir a alguna.

-¿Te acuerdas de aquella a la que seguimos por Kitchener Street, la que soltó el bolso?

-Sí. Deberías habérselo devuelto.

-Bueno, hombre, para un mendrugo de pan con mermelada que tenía dentro...

-Venga, pasa -dije yo.

El salón del Marlborough estaba frío y desierto. De las paredes humedecidas colgaban carteles diversos: «Prohibido cantar», «Prohibido bailar», «Prohibida la venta ambulante», «prohibido jugar».

-Anda, anímate a cantar -le dije a Leslie-, luego bailo yo, echamos una partida de naipes por lo serio y acabo dejando aquí hasta los tirantes, o se los vendo al que más me pague.



La camarera, una rubia con un par de dientes de oro, como los de un conejito millonario, y que llevaba un vestido de crep marrocain oscuro, se limaba y soplaba las uñas. Cuando entramos hizo un alto para mirarnos, se sopló las uñas y se las siguió limando como si tal cosa.

-Bien se ve que no es sábado -dije-. Buenas noches, señorita. Dos pintas.

-Y una libra esterlina de la caja -dijo Leslie tratando de hacerse el gracioso.

-Dame primero la tuya y tu penique -le dije a Leslie en voz baja, y luego ya más alto, para que se oyera, añadí-: Se nota a la legua que no es sábado. No hay un solo borracho en kilómetros a la redonda.

-¿Cómo se van a emborrachar, si no están? -comentó Leslie.

Entre aquellas paredes desconchadas y descoloridas parecía imposible que nadie se hubiera emborrachado jamás. Acudían algunos vendedores y representantes que contaban chistes y se tomaban su whisky con soda en compañía de mujeres de pelo teñido, mujeres bulliciosas, de las de oporto con una rodaja de limón. Por los rincones, cuando ya se les empezaba a trabar la lengua, los tristes clientes más asiduos se convertían en seres sublimes que se inventaban un pasado flamante y se las daban de ricachones, importantes y famosos. Réprobas abuelitas vestidas de negro como un cubo de basura acudían también a pimplar y cotillear. Algún influyente don nadie se lanzaba en picado a arreglar el mundo en dos patadas. Un tipo con pendientes, al que apodaban Frilly Willy, tocaba un piano desvencijado que sonaba como un organillo metido dentro del agua hasta que la mujer del tabernero decía «Basta». Entraban y salían los extraños, pero sobre todo salían. De los valles bajaban los mineros a beber con desatino, y era frecuente que armaran una buena gresca. Siempre sucedía algo en el ambiente acre de aquel inhóspito y sórdido local perdido: discusiones, risas a voz en cuello, bravatas, disparates y atrocidades, explosiones de sentimientos, chácharas necias, paz. Nunca dejaba de haber algo en aquel monótono confín de la ciudad donde muere el ferrocarril. Pero aquella tarde era el bar más triste que he visto en mi vida.

-¿Tú crees que nos fiará una cerveza? -dijo Leslie en voz baja.

-Espera un poco, hombre -susurré yo-. Antes hay que ablandarla.

Sin embargo, la camarera me había oído y me lanzó una mirada que me traspasó como si estuviera poniendo al descubierto toda mi vida desde la cama en que había nacido, y luego sacudió la cabeza como dejándome por imposible.

-No sé qué será -dijo Leslie mientras volvíamos por Crimea Street bajo la lluvia-, pero esta noche estoy como sin ganas.

-Es que es la noche más triste del mundo -dije.

Empapados y solitarios, nos paramos a mirar la cartelera de un cine que llamábamos el Picadero. Una semana tras otra, durante años, habíamos entrado a sentarnos allí, al borde de aquellas desvencijadas butacas, en la parpadeante, húmeda y confortable oscuridad, al principio con nuestros caramelos y cacahuetes que crujían como disparos y luego con nuestros cigarrillos de una marca especialmente barata, que hubiera hecho reventar a un tragasables y a un escupefuegos.

-¿Entramos a ver a Lon Chaney y a Richard Talmadge y a Milton Sills... y a Noah Beery... y a Richard Dix y a Slim Summerville y a Hoot Gibson? -pregunté.

Suspiramos los dos con un punto de melancolía.

-Ay, la juventud perdida -dije.

Apretamos el paso y salpicamos al arrastrar los pies a los que se cruzaban con nosotros.

-¿Por qué no abres el paraguas? -dije.

-Porque no se deja. A ver si puedes tú.

Lo intentamos los dos a la vez y se infló de repente la panza del paraguas. Las varillas atravesaron y rasgaron la tela y el viento azotó aquellos andrajos que se pusieron a retemblar sobre nuestras cabezas como un desplumado pájaro matemático. Lo quisimos cerrar, pero una varilla le asomaba por los harapientos costillares. Leslie lo llevaba a rastras por la acera.

Una chica llamada Dulcie, que iba corriendo hacia el Picadero, nos saludó sonriente y la paramos.

-Ha pasado algo terrible -le dije.

Era tan tonta que, cuando tenía quince años, una vez se comió una pastilla de jabón solo porque Leslie le dijo que así se le rizaría el pelo. Lo tenía lacio como la paja.

-Ya lo sé -dijo ella-. Se os ha roto el paraguas.

-Te equivocas -dijo Leslie-. No es nuestro este paraguas. Nos lo han tirado desde una azotea. ¿No se nota?

Ella tomó el paraguas cuidadosamente por el mango.

-Ahí arriba hay uno que se dedica a tirar paraguas -dije-. Puede ser peligroso.

Ella se sonrió inquieta y luego se revolvió silenciosa y angustiada cuando oyó que Leslie decía:

-Sabe Dios, igual le da luego por tirar bastones.

-O máquinas de coser -dije yo.

-Espéranos aquí, Dulcie, que vamos a investigar -dijo Leslie.

Echamos a andar y, en cuanto doblamos la esquina, salimos corriendo.

-Nos hemos portado mal con Dulcie -dijo Leslie al llegar a la altura del café Rabiotti. Ya no volvimos a hablar del asunto.

Una chica calada hasta los huesos nos rozó al pasar. Sin decir palabra decidimos seguirla. Andaba a enormes zancadas, medio al galope, y nosotros íbamos siguiéndola sin perderle pie, primero por la calle del Tintero y luego por el pasaje del Paraíso.

-No sé para qué tanto seguir a la gente -dijo Leslie-. Es una estupidez. Es que no sirve para nada. Te pones a mirar por la ventana para ver lo que hacen y te encuentras siempre con las cortinas echadas. Yo creo que solo a ti y a mí se nos ocurren estas cosas.

-Vete tú a saber -dije yo.

La chica dobló por Saint Augustus Crescent, una amplia mancha de niebla iluminada,

-Todo el mundo sigue siempre a alguien. ¿Qué nombre te parece que le pongamos a esta?

-Hermione Weatherby -dijo Leslie, que siempre acertaba con los nombres.

Hermione era esbelta y musculosa, y caminaba bajo aquella lluvia molesta como una digna profesora de gimnasia.

-Vete a saber qué puedes encontrarte por ahí. A lo mejor vive en una casa grande con todas sus hermanas...

-¿Cuántas?

-Siete. Todas llenas de amor a rebosar. Y al llegar a casa se ponen unos quimonos y se tumban en unas camas turcas a escuchar música y a cuchichearse cosas al oído, pero solo están esperando a que llegue alguien como tú y yo, perdidos, para salirnos todas al encuentro cotorreando como estorninos y ponernos unos quimonos también a nosotros, y de esa casa ya no salimos como no sea con los pies por delante. A lo mejor es una casa preciosa, bulliciosa, acogedora, como un baño caliente y lleno de pájaros.

-Déjate de pájaros en el baño -dijo Leslie-. Igual llega a casa y se abre las venas. A mí me da igual lo que haga con tal que sea interesante.

La chica dio un brinco, dobló la esquina y se metió por una calle donde suspiraban los árboles y relucían amigables las luces en las ventanas.

-Déjate de plumas en la bañera -dijo Leslie.

Hermione se metió en el número trece de Miramar.

-Miramar no sé cómo, como no sea con un periscopio desde aquí no se ve ni una miaja de la playa -comentó Leslie.

Nos quedamos parados en la acera de enfrente, bajo el resplandor vacilante de una farola. Y cuando Hermione abrió la puerta nos acercamos de puntillas y nos metimos por un lateral hasta llegar a la parte trasera de la casa, donde daba una ventana que no tenía cortinas.

La madre de Hermione, cordial y regordeta como una lechuza, estaba friendo patatas con el delantal puesto.

-Tengo hambre -dije.

-¡Chisss!

Llegamos hasta el alféizar mismo de la ventana, y en esto Hermione entró en la cocina. Ya era mayor, tendría unos treinta años, con un corte de pelo a lo garcon el flequillo ratonil y los ojos grandes y cálidos. Llevaba unas gafas de concha y un recatado vestido de tweed y una blusa blanca con un lazo en el cuello. Parecía como si tratase de dar la estampa de una secretaria de película que con solo quitarse las gafas, alisarse el pelo y ponerse de tiros largos, se convertiría en una mujer deslumbrante y lograría que su jefe, Warner Baxter, se pusiera de los nervios, se quedara boquiabierto y no parase hasta casarse con ella. Lo malo era que si Hermione se quitaba las gafas, no podría distinguir entre Warner Baxter y el cobrador de la luz.

Estábamos tan cerca de la ventana que oíamos el chisporroteo de las patatas en la sartén.

-¿Qué tal por la oficina, querida? Vaya tiempecito que tenemos -dijo la madre de Hermione sin dejar de vigilar las patatas.

-Y a esa, ¿qué nombre le pones, Les?

-Hetty.

En aquella cálida cocina, desde el bote de té y el reloj de pared hasta la gata con su ronroneo de tetera, todo era bueno, auténtico, aburrido y suficiente.

-El señor Truscott ha estado insoportable -dijo Hermione calzándose las zapatillas.

-¿Y el quimono? -dijo Leslie.

-Toma una taza de té -dijo Hetty.

-En esta ratonera todo es demasiado perfecto -dijo LesIie-, pero ¿y las siete hermanas cotorras como los estorninos? -se quejó.

Arreciaba la lluvia. Caía a cántaros sobre el negro jardín, sobre la confortable casita, sobre nosotros y sobre la ciudad escondida y callada. En aquel momento, en el refugio de Marlborough, el piano submarino seguiría destripando «Daisy» y las bulliciosas mujeres estarían sorbiendo como gallinas el oporto de sus vasitos.

Hetty y Hermione se pusieron a cenar. Dos muchachos calados hasta el tuétano de los huesos las contemplaban con envidia.

-Echa un poquito de salsa Worcester en las patatas fritas -musitó Leslie. Y, mira por dónde, Hermione le obedeció.

-¿Es que nunca pasa nada en ninguna parte? -dije yo-. ¿En ninguna parte del mundo? Yo creo que todas esas historias de crímenes y violaciones se las inventan los periódicos. Ya no queda pecado ni amor, ni muerte, ni perlas, ni divorcios, ni abrigos de visón, ni arsénico en la jícara de chocolate, ni nada de nada...

-Ya nos podrían poner un poquito de música para que bailáramos -dijo Leslie-. No todas las noches tienen a dos tíos que vengan a verlas. Todas las noches desde luego que no.

En la ciudad, por todas partes pululaba gente que no tenía nada que hacer y que no sabía adonde ir, gente sin un penique en el bolsillo, gente perdida bajo la lluvia. Pero no pasaba nada.

-Voy a pillar una pulmonía -dijo Leslie.

La gata y el fuego acompasaban con un ronroneo el tictac del tiempo que se iba llevando nuestras vidas. Habían terminado de cenar Hetty y Hermione cuando, tras un largo rato sin dirigirse la palabra, se miraron sonrientes, confiadas y felices en el seno de aquella cajita iluminada; se pusieron de pie y se quedaron frente a frente.

-Va a pasar algo divertido -dije yo con voz muy tenue.

-Ahora, ahora -dijo Leslie.

Ya ni siquiera hacíamos caso de aquella lluvia pertinaz.

Las dos mujeres seguían mirándose con una sonrisa silenciosa.

-Ahora empieza, ya verás.

Y oímos que Hetty decía con un hilo de voz;

-Saca el álbum, querida.

Hermione abrió un armario, sacó un deslucido álbum de fotografías y lo puso en medio de la mesa. Hetty y ella tomaron asiento y se pusieron a hojearlo.

-Mira, el tío Eliot, el que murió en Porthcawl -dijo Hetty- El que tenía un calambre.

Y miraban con todo cariño al tío Eliot, pero nosotros no podíamos verlo.

-Mira, Martha la Lanera; tú ya no te acordarás de ella, querida, pero le daba por la lana, la lana y la lana. Quería que la enterrasen con un jersey de lana malva que tenía, pero su marido no quiso dar su brazo a torcer. Es el que estuvo en la India. Y mira tu tío Morgan -dijo Hetty-, de los Kidwelly Morgan, ¿te acuerdas de él, aquel día de la nevada?

Hermione pasó la pagina.

-Mira a Myfanwy, la que se volvió loca de repente, ¿no te acuerdas? Estaba ordeñando la vaca. Ese es tu primo Jim, que fue cura hasta que se descubrió todo el pastel. Y nuestra Beryl -dijo Hetty.           .

Hablaba como si estuviera repitiendo una entrañable lección que se supiera de corrido.

Pero nosotros nos dimos cuenta de que Hermione y ella estaban a la expectativa, como si algo fuera a suceder.

Hermione pasó otra página, y cuando las dos se sonrieron con complicidad comprendimos que había llegado el momento tan anhelado.

-Mi hermana Katinka -dijo Hetty.

-La tía Katinka -dijo Hermione. Y contemplaron la foto más de cerca.

-¿Te acuerdas de aquel día en Aberystwyth, Katinka? -dijo Hetty-. Fue el día en que fuimos de excursión con los del coro...

-Yo llevaba mi vestido blanco recién estrenado -dijo una nueva voz.

Leslie me agarró la mano con fuerza.

-Y un sombrero de paja con pajaritos -dijo con nitidez aquella voz.

Hermione y Hetty no despegaban los labios.

-A mí siempre me encantaron los pajaritos en los sombreros. Bueno, las plumas, claro. Era el tres de agosto y yo tenía veintitrés años.

-Veintitrés ibas a cumplir en octubre, Katinka -dijo Hetty.

-Es verdad, cariño -replicó la voz-. Yo era Escorpión. Nos encontramos con Douglas Pugh por el paseo. «Hoy pareces una reina, Katinka», me dijo. Eso me dijo, que parecía una reina. ¿Y qué hacen, por cierto, esos dos chicos mirando por la ventana?

Salimos de estampía por el callejón hasta que aparecimos en Saint Augustus Crescent. La lluvia arreciaba como si pretendiera anegar la ciudad. Nos paramos a recuperar el aliento. No nos hablamos, no nos miramos; seguimos caminando bajo la lluvia, y al llegar a la esquina con Victoria nos volvimos a parar.

-Buenas noches, viejo -dijo Leslie.

-Buenas noches -dije yo.

Y cada cual tiró por su lado.

Cuento con cuesta

School children on a trip to London Zoo stop for a beverage break. Fi-Fi the chimpanzee is happy to join in. 28th May 1936. (Photo by Fox Photos/Getty Images)
School children on a trip to London Zoo stop for a beverage break. Fi-Fi the chimpanzee is happy to join in. 28th May 1936. (Photo by Fox Photos/Getty Images)

La cuesta de las comadres

Los difuntos Torricos siempre fueron buenos amigos míos. Tal vez en Zapotlán no los quisieran pero, lo que es de mí, siempre fueron buenos amigos, hasta tantito antes de morirse. Ahora eso de que no los quisieran en Zapotlán no tenía ninguna importancia, porque tampoco a mí me querían allí, y tengo entendido que a nadie de los que vivíamos en la Cuesta de las Comadres nos pudieron ver con buenos ojos los de Zapotlán. Esto era desde viejos tiempos.
Por otra parte, en la Cuesta de las Comadres, los Torricos no la llevaban bien con todo mundo. Seguido había desavenencias. Y si no es mucho decir, ellos eran allí los dueños de la tierra y de las casas que estaban encima de la tierra, con todo y que, cuando el reparto, la mayor parte de la Cuesta de las Comadres nos había tocado por igual a los sesenta que allí vivíamos, y a ellos, a los Torricos, nada más un pedazo de monte, con una mezcalera nada más, pero donde estaban desperdigadas casitodas las casas. A pesar de eso, la Cuesta de las Comadres era de los Torricos. El coamil que yo trabajaba era también de ellos: de Odilón y Remigio Torrico, y la docena y media de lomas verdes que se veían allá abajo eran juntamente de ellos. No había por qué averiguar nada. Todo mundo sabía que así era.
Sin embargo, de aquellos días a esta parte, la Cuesta de las Comadres se había ido deshabitando. De tiempo en tiempo, alguien se iba; atravesaba el guardaganado donde está el palo alto, y desaparecía entre los encinos y no volvía a aparecer ya nunca. Se iban, eso era todo.
Y yo también hubiera ido de buena gana a asomarme a ver qué había tan atrás del monte que no dejaba volver a nadie; pero me gustaba el terrenito de la Cuesta, y además era buen amigo de los Torricos.
El coamil donde yo sembraba todos los años un tantito de maíz para tener elotes, y otro tantito de frijol, quedaba por el lado de arriba, allí donde la ladera baja hasta esa barranca que le dicen Cabeza del Toro.
El lugar no era feo; pero la tierra se hacía pegajosa desde que comenzaba a llover, y luego había un desparramadero de piedras duras y filosas como troncones que parecían crecer con el tiempo. Sin embargo, el maíz se pegaba bien y los elotes que allí se daban eran muy dulces. Los Torricos, que para todo lo que se comían necesitaban la sal de tequesquite, para mis elotes no, nunca buscaron ni hablaron de echarle tequesquite a mis elotes, que eran de los que se daban en Cabeza del Toro.
Y con todo y eso, y con todo y que las lomas verdes de allá abajo eran mejores, la gente se fue acabando. No se iban para el lado de Zapotlán, sino por este otro rumbo, por donde llega a cada rato ese viento lleno del olor de los encinos y del ruido del monte. Se iban callados la boca, sin decir nada ni pelearse con nadie. Es seguro que les sobraban ganas de pelearse con los Torricos para desquitarse de todo el mal que les habían hecho; pero no tuvieron ánimos. Seguro eso pasó.
La cosa es que todavía después de que murieron los Torricos nadie volvió más por aquí. Yo estuve esperando. Pero nadie regresó. Primero les cuidé sus casas; remendé los techos y les puse ramas a los agujeros de sus paredes; pero viendo que tardaban en regresar, las dejé por la paz. Los únicos que no dejaron nunca de venir fueron los aguaceros de mediados de año, y esos ventarrones que soplan en febrero y que le vuelan a uno la cobija a cada rato. De vez en cuando, también, venían los cuervos; volando muy bajito y graznando fuerte como si creyeran estar en algún lugar deshabitado.
Así siguieron las cosas todavía después de que se murieron los Torricos.
Antes, desde aquí, sentado donde ahora estoy, se veía claramente Zapotlán. En cualquier hora del día y de la noche podía verse la manchita blanca de Zapotlán allá lejos. Pero ahora las jarillas han crecido muy tupido y, por más que el aire las mueve de un lado para otro, no dejan ver nada de nada.
Me acuerdo de antes, cuando los Torricos venían a sentarse aquí también y se estaban acuclillados horas y horas hasta el oscurecer, mirando para allá sin cansarse, como si el lugar este les sacudiera sus pensamientos o el mitote de ir a pasearse a Zapotlán. Sólo después supe que no pensaban en eso. Únicamente se ponían a ver el camino: aquel ancho callejón arenoso que se podía seguir con la mirada desde el comienzo hasta que se perdía entre los del cerro de la Media Luna.
Yo nunca conocí a nadie que tuviera un alcance de vista como el de Remigio Torrico. Era tuerto. Pero el ojo negro y medio cerrado que le quedaba parecía acercar tanto las cosas, que casi las traía junto a sus manos. Y de allí a saber que bultos se movían por el camino no había ninguna diferencia. Así, cuando su ojo se sentía a gusto teniendo en quien recargar la mirada, los dos se levantaban de su divisadero y desaparecían de la Cuesta de las Comadres por algún tiempo.
Eran los días en que todo se ponía de otro modo aquí entre nosotros. La gente sacaba de las cuevas del monte sus animalitos y los traía a amarrar en sus corrales. Entonces se sabía que había borregos y guajolotes. Y era fácil ver cuántos montones de maíz y de calabazas amarillas amanecían asoleándose en los patios. El viento que atravesaba los cerros era más frío que otras veces; pero, no se sabía por qué, todos allí decían que hacía muy buen tiempo. Y uno oía en la madrugada que cantaban los gallos como en cualquier lugar tranquilo, y aquello parecía como si siempre hubiera habido paz en la Cuesta de las Comadres.
Luego volvían los Torricos. Avisaban que venían desde antes que llegaran, porque sus perros salían a la carrera y no paraban de ladrar hasta encontrarlos. Y nada más por los ladridos todos calculaban la distancia y el rumbo por donde irían a llegar. Entonces la gente se apuraba a esconder otra vez sus cosas.
Siempre fue así el miedo que traían los difuntos Torricos cada vez que regresaban a la Cuesta de las Comadres.
Pero yo nunca llegué a tenerles miedo. Era buen amigo de los dos y a veces hubiera querido ser un poco menos viejo para meterme en los trabajos en que ellos andaban. Sin embargo, ya no servía yo para mucho. Me di cuenta aquella noche en que les ayudé a robar a un arriero. Entonces me di cuenta de que me faltaba algo. Como que la vida que yo tenía estaba ya muy desperdiciada y no aguantaba más estirones. De eso me di cuenta.
Fue como a mediados de las aguas cuando los Torricos me convidaron para que les ayudara a traer unos tercios de azúcar. Yo iba un poco asustado. Primero, porque estaba cayendo una tormenta de esas en que el agua parece escarbarle a uno por debajo de los pies. Después, porque no sabía adónde iba. De cualquier modo, allí vi yo la señal de que no estaba hecho ya para andar en andanzas.
Los Torricos me dijeron que no estaba lejos el lugar adonde íbamos. "En cosa de un cuarto de hora estamos allá", me dijeron. Pero cuando alcanzamos el camino de la Media Luna comenzó a oscurecer y cuando llegamos a donde estaba el arriero era ya alta la noche.
El arriero no se paró a ver quién venía. Seguramente estaba esperando a los Torricos y por eso no le llamó la atención vernos llegar. Eso pensé. Pero todo el rato que trajinamos de aquí para allá con los tercios de azúcar, el arriero se estuvo quieto, agazapado entre el zacatal. Entonces le dije eso a los Torricos. Les dije:
-Ese que está allí tirado parece estar muerto o algo por el estilo.
-No, nada más ha de estar dormido -me dijeron ellos-. Lo dejamos aquí cuidando, pero se ha de haber cansado de esperar y se durmió.
Yo fui y le di una patada en las costillas para que despertara; pero el hombre siguió igual de tirante.
-Está bien muerto -les volví a decir.
-No, no te creas, nomás está tantito atarantado porque Odilón le dio con un leño en la cabeza, pero después se levantará. Ya verás que en cuanto salga el sol y sienta el calorcito, se levantará muy aprisa y se irá en seguida para su casa. ¡Agárrate ese tercio de allí y vámonos! -fue todo lo que me dijeron.
Ya por último le di una última patada al muertito y sonó igual que si se la hubiera dado a un tronco seco. Luego me eché la carga al hombro y me vine por delante. Los Torricos me venían siguiendo. Los oí que cantaban durante largo rato, hasta que amaneció. Cuando amaneció dejé de oírlos. Ese aire que sopla tantito antes de la madrugada se llevó los gritos de su canción y ya no pude saber si me seguían, hasta que oí pasar por todos lados los ladridos encarrerados de sus perros.
De ese modo fue como supe qué cosas iban a espiar todas las tardes los Torricos, sentados junto a mi casa de la Cuesta de las Comadres.
A Remigio Torrico yo lo maté.
Ya para entonces quedaba poca gente entre los ranchos. Primero se habían ido de uno en uno, pero los últimos casi se fueron en manada. Ganaron y se fueron, aprovechando la llegada de las heladas. En años pasados llegaron las heladas y acabaron con las siembras en una sola noche. Y este año también. Por eso se fueron. Creyeron seguramente que el año siguiente sería lo mismo y parece que ya no se sintieron con ganas de seguir soportando las calamidades del tiempo todos los años y la calamidad de los Torricos todo el tiempo.
Así que, cuando yo maté a Remigio Torrico, ya estaban bien vacías de gente la Cuesta de las Comadres y las lomas de los alrededores.
Esto sucedió como en octubre. Me acuerdo que había una luna muy grande y muy llena de luz, porque yo me senté afuerita de mi casa a remendar un costal todo agujerado, aprovechando la buena luz de la luna, cuando llegó el Torrico.
Ha de haber andado borracho. Se me puso enfrente y se bamboleaba de un lado para otro, tapándome y destapándome la luz que yo necesitaba de la luna.
-Ir ladereando no es bueno -me dijo después de mucho rato-. A mí me gustan las cosas derechas, y si a ti no te gustan, ahí te lo haiga, porque yo he venido aquí a enderezarlas.
Yo seguí remendando mi costal. Tenía puestos todos mis ojos en coserle los agujeros, y la aguja de arria trabajaba muy bien cuando la alumbraba la luz de la luna. Seguro por eso creyó que yo no me preocupaba de lo que decía:
-A ti te estoy hablando -me gritó, ahora sí ya corajudo-. Bien sabes a lo que he venido.
Me espanté un poco cuando se me acercó y me gritó aquello casi a boca de jarro". Sin embargo, traté de verle la cara para saber de qué tamaño era su coraje y me le quedé mirando, como preguntándole a qué había venido.
Eso sirvió. Ya más calmado se soltó diciendo que a la gente como yo había que agarrarla desprevenida.
-Se me seca la boca al estarte hablando después de lo que hiciste -me dijo-; pero era tan amigo mío mi hermano como tú y sólo por eso vine a verte, a ver cómo sacas en claro lo de la muerte de Odilón.
Yo lo oía ya muy bien. Dejé a un lado el costal y me quedé oyéndolo sin hacer otra cosa.
Supe cómo me echaba a mí la culpa de haber matado a su hermano. Pero no había sido yo. Me acordaba quién había sido, y yo se lo hubiera dicho, aunque parecía que él no me dejaría lugar para platicarle cómo estaban las cosas.
-Odilón y yo llegamos a pelearnos muchas veces -siguió diciéndome-. Era algo duro de entender y le gustaba encararse con todos, pero no pasaba de allí. Con unos cuantos golpes se calmaba. Y eso es lo que quiero saber: si te dijo algo, o te quiso quitar algo o qué fue lo que pasó. Pudo ser que te haya querido golpear y tú le madrugaste. Algo de eso ha de haber sucedido.
Yo sacudí la cabeza para decirle que no, que yo no tenía nada que ver...
-Oye -me atajó el Torrico-, Odilón llevaba ese día catorce pesos en la bolsa de la camisa. Cuando lo levanté, lo esculqué y no encontré esos catorce pesos. Luego ayer supe que te habías comprado una frazada.
Y eso era cierto. Yo me había comprado una frazada. Vi que se venían muy aprisa los fríos y el gabán que yo tenía estaba ya todito hecho garras, por eso fui a Zapotlán a conseguir una frazada. Pero para eso había vendido el par de chivos que tenía, y no fue con los catorce pesos de Odilón con lo que la compré. Él podía ver que si el costal se había llenado de agujeros se debió a que tuve que llevarme al chivito chiquito allí metido, porque todavía no podía caminar como yo quería.
-Sábete de una vez por todas que pienso pagarme lo que le hicieron a Odilón, sea quien sea el que lo mató. Y yo sé quién fue -oí que me decía casi encima de mi cabeza.
-¿De modo que fui yo? -le pregunté.
-¿Y quién más? Odilón y yo éramos sinvergüenzas y lo que tú quieras, y no digo que no llegamos a matar a nadie; pero nunca lo hicimos por tan poco. Eso sí te lo digo a ti.
La luna grande de octubre pegaba de lleno sobre el corral y mandaba hasta la pared de mi casa la sombra larga de Remigio. Lo vi que se movía en dirección de un tejocote y que agarraba el guango que yo siempre tenía recargado allí. Luego vi que regresaba con el guango en la mano.
Pero al quitarse él de enfrente, la luz de la luna hizo brillar la aguja de arria, que yo había clavado en el costal. Y no sé por qué, pero de pronto comencé a tener una fe muy grande en aquella aguja. Por eso, al pasar Remigio Torrico por mi lado, desensarté la aguja y sin esperar otra cosa se la hundí a él cerquita del ombligo. Se la hundí hasta donde le cupo. Y allí la dejé.
Luego luego se engarruñó como cuando da el cólico y comenzó a acalambrarse hasta doblarse poco a poco sobre las corvas y quedar sentado en el suelo, todo entelerido y con el susto asomándosele por el ojo.
Por un momento pareció como que se iba a enderezar para darme un machetazo con el guango; pero seguro se arrepintió o no supo ya qué hacer, soltó el guango y volvió a engarruñarse. Nada más eso hizo.
Entonces vi que se le iba entristeciendo la mirada como si comenzara a sentirse enfermo. Hacía mucho que no me tocaba ver una mirada así de triste y me entró la lástima. Por eso aproveché para sacarle la aguja de arria del ombligo y metérsela más arribita, allí donde pensé que tendría el corazón. Y sí, allí lo tenía, porque nomás dio dos o tres respingos como un pollo descabezado y luego se quedó quieto.
Ya debía haber estado muerto cuando le dije:
-Mira, Remigio, me has de dispensar, pero yo no maté a Odilón. Fueron los Alcaraces. Yo andaba por allí cuando él se murió, pero me acuerdo bien de que yo no lo maté. Fueron ellos, toda la familia entera de los Alcaraces. Se le dejaron ir encima, y cuando yo me di cuenta, Odilón estaba agonizando. ¿Y sabes por qué? Comenzando porque Odilón no debía haber ido a Zapotlán. Eso tú lo sabes. Tarde o temprano tenía que pasarle algo en ese pueblo, donde había tantos que se acordaban mucho de él. Y tampoco los Alcaraces lo querían. Ni tú ni yo podemos saber qué fue a hacer él a meterse con ellos.
»Fue cosa de un de repente. Yo acababa de comprar mi sarape y ya iba de salida cuando tu hermano le escupió un trago de mezcal en la cara a uno de los Alcaraces. Él lo hizo por jugar. Se veía que lo había hecho por divertirse, porque los hizo reír a todos. Pero todos estaban borrachos. Odilón y los Alcaraces y todos. Y de pronto se le echaron encima. Sacaron sus cuchillos y se le apeñuscaron y lo aporrearon hasta no dejar de Odilón cosa que sirviera. De eso murió.
»Como ves, no fui yo el que lo mató. Quisiera que te dieras cabal cuenta de que yo no me entrometí para nada.«
Eso le dije al difunto Remigio.
Ya la luna se había metido del otro lado de los encinos cuando yo regresé a la Cuesta de las Comadres con la canasta pizcadora vacía. Antes de volverla a guardar, le di unas cuantas zambullidas en el arroyo para que se le enjuagara la sangre. Yo la iba a necesitar muy seguido y no me hubiera gustado ver la sangre de Remigio a cada rato.
Me acuerdo que eso pasó allá por octubre, a la altura de las fiestas de Zapotlán. Y digo que me acuerdo que fue por esos días, porque en Zapotlán estaban quemando cohetes, mientras que por el rumbo donde tiré a Remigio se levantaba una gran parvada de zopilotes a cada tronido que daban los cohetes.
De eso me acuerdo.

Audrey on couch. East Village, NY. January 1984. (Photo by Ken Schles)


Audrey on couch. East Village, NY, January 1984. (Photo by Ken Schles)



La intrusa

2 Reyes, I, 26.
Dicen (lo cual es improbable) que la historia fue referida por Eduardo, el menor de los Nelson, en el velorio de Cristian, el mayor, que falleció de muerte natural, hacia mil ochocientos noventa y tantos, en el partido de Moran. Lo cierto es que alguien la oyó de alguien, en el decurso de esa larga noche perdida, entre mate y mate, y la repitió a Santiago Dabove, por quien la supe. Años después, volvieron a contármela en Turdera, donde había acontecido. La segunda versión, algo más prolija, confirmaba en suma la de Santiago, con las pequeñas variaciones y divergencias que son del caso. La escribo ahora porque en ella se cifra, si no me engaño, un breve y trágico cristal de la índole de los orilleros antiguos. Lo haré con probidad, pero ya preveo que cederé a la tentación literaria de acentuar o agregar algún pormenor.
En Turdera los llamaban los Nilsen. El párroco me dijo que su predecesor recordaba, no sin sorpresa, haber visto en la casa de esa gente una gastada Biblia de tapas negras, con caracteres góticos; en las últimas páginas entrevió nombres y fechas manuscritas. Era el único libro que había en la casa. La azarosa crónica de los Nilsen, perdida como todo se perderá. El caserón, que ya no existe, era de ladrillo sin revocar; desde el zaguán se divisaban un patio de baldosa colorada y otro de tierra. Pocos, por lo demás, entraron ahí; los Nilsen defendían su soledad. En las habitaciones desmanteladas durmieron en catres; sus lujos eran el caballo, el apero, la daga de hoja corta, el atuendo rumboso de los sábados y el alcohol pendenciero. Sé que eran altos, de melena rojiza. Dinamarca o Irlanda, de las que nunca oirían hablar, andaban por la sangre de esos dos criollos. El barrio los temía a los Colorados; no es imposible que debieran alguna muerte. Hombro a hombro pelearon una vez a la policía. Se dice que el menor tuvo un altercado con Juan Iberra, en el que no llevó la peor parte, lo cual, según los entendidos, es mucho. Fueron troperos, cuarteadores, cuatreros y alguna vez tahúres. Tenían fama de avaros, salvo cuando la bebida y el juego los volvían generosos. De sus deudos nada se sabe ni de dónde vinieron. Eran dueños de una carreta y una yunta de bueyes.
Físicamente diferían del compadraje que dio su apodo forajido a la Costa Brava. Esto, y lo que ignoramos, ayuda a comprender lo unidos que fueron. Mal quistarse con uno era contar con dos enemigos.
Los Nilsen eran calaveras, pero sus episodios amorosos habían sido hasta entonces de zaguán o de casa mala. No faltaron, pues, comentarios cuando Cristian llevó a vivir con Juliana Burgos. Es verdad que ganaba así una sirvienta, pero no es menos cierto que la colmó de horrendas baratijas y que la lucia en las fiestas. En las pobres fiestas de conventillo, donde la quebrada y el corte estaban prohibidos y donde se bailaba, todavía, con mucha luz. Juliana era de tez morena y de ojos rasgados, bastaba que alguien la mirara para que se sonriera. En un barrio modesto, donde el trabajo y el descuido gastan a las mujeres, no era mal parecida.
Eduardo los acompañaba al principio. Después emprendió un viaje a Arrecifes por no sé qué negocio; a su vuelta llevó a la casa una muchacha, que había levantado por el camino, y a los pocos días la echó. Se hizo más hosco; se emborrachaba solo en el almacén y no se daba con nadie. Estaba enamorado de la mujer de Cristian. El barrio, que tal vez lo supo antes que él, previó con alevosa alegría la rivalidad latente de los hermanos.
Una noche, al volver tarde de la esquina, Eduardo vio el oscuro de Cristian atado al palenque. En el patio, el mayor estaba esperándolo con sus mejores pilchas. La mujer iba y venía con el mate en la mano. Cristian le dijo a Eduardo:
-Yo me voy a una farra en lo de Farías. Ahí la tenés a la Juliana; si la querés, úsala.
El tono era entre mandón y cordial. Eduardo se quedó un tiempo mirándolo; no sabía qué hacer, Cristian se levantó, se despidió de Eduardo, no de Juliana, que era una cosa, montó a caballo y se fue al trote, sin apuro.
Desde aquella noche la compartieron. Nadie sabrá los pormenores de esa sórdida unión, que ultrajaba las decencias del arrabal. El arreglo anduvo bien por unas semanas, pero no podía durar. Entre ellos, los hermanos no pronunciaban el nombre de Juliana, ni siquiera para llamarla, pero buscaban, y encontraban, razones para no estar de acuerdo. Discutían la venta de unos cueros, pero lo que discutían era otra cosa. Cristian solía alzar la voz y Eduardo callaba. Sin saberlo, estaban celándose. En el duro suburbio, un hombre no decía, ni se decía, que una mujer pudiera importarle, más allá del deseo y la posesión, pero los dos estaban enamorados. Esto, de algún modo, los humillaba.
Una tarde, en la plaza de Lomas, Eduardo se cruzó con Juan Iberra, que lo felicitó por ese primor que se había agenciado. Fue entonces, creo, que Eduardo lo injirió. Nadie, delante de él, iba a hacer burla de Cristian.
La mujer atendía a los dos con sumisión bestial; pero no podía ocultar alguna preferencia por el menor, que no había rechazado la participación, pero que no la había dispuesto.
Un día, le mandaron a la Juliana que sacara dos sillas al primer patio y que no apareciera por ahí, porque tenían que hablar. Ella esperaba un dialogo largo y se acostó a dormir la siesta, pero al rato la recordaron. Le hicieron llenar una bolsa con todo lo que tenía, sin olvidar el rosario de vidrio y la crucecita que le había dejado su madre. Sin explicarle nada la subieron a la carreta y emprendieron un silencioso y tedioso viaje. Había llovido; los caminos estaban muy pesados y serían las cinco de la mañana cuando llegaron a Morón. Ahí la vendieron a la patrona del prostíbulo. El trato ya estaba hecho; Cristian cobró la suma y la dividió después con el otro.
En Turdera, los Nilsen, perdidos hasta entonces en la maraña (que también era una rutina) de aquel monstruoso amor, quisieron reanudar su antigua vida de hombres entre hombres. Volvieron a las trucadas, al reñidero, a las juergas casuales. Acaso, alguna vez, se creyeron salvados, pero solían incurrir, cada cual por su lado, en injustificadas o harto justificadas ausencias. Poco antes de fin de año el menor dijo que tenía que hacer en la Capital. Cristian se fue a Morón; en el palenque de la casa que sabemos reconoció al overo de Eduardo. Entró; adentro estaba el otro, esperando turno. Parece que Cristian le dijo:
-De seguir así, los vamos a cansar a los pingos. Más vale que la tengamos a mano.
Habló con la patrona, sacó unas monedas del tirador y se la llevaron. La Juliana iba con Cristian; Eduardo espoleó al overo para no verlos.
Volvieron a lo que ya se ha dicho. La infame solución había fracasado; los dos habían cedido a la tentación de hacer trampa. Caín andaba por ahí, pero el cariño entre los Nilsen era muy grande -¡quién sabe que rigores y qué peligros habían compartido!- y prefirieron desahogar su exasperación con ajenos. Con un desconocido, con los perros, con la Juliana, que había traído la discordia.
El mes de marzo estaba por concluir y el calor no cejaba. Un domingo (los domingos la gente suele recogerse temprano) Eduardo, que volvía del almacén, vio que Cristian uncía los bueyes. Cristian le dijo:
-Vení; tenemos que dejar unos cueros en lo del Pardo; ya los cargue, aprovechemos la fresca.
El comercio del Pardo quedaba, creo, más al Sur; tomaron por el Camino de las Tropas; después, por un desvío. El campo iba agrandándose con la noche.
Orillaron un pajonal; Cristian tiró el cigarro que había encendido y dijo sin apuro:


-A trabajar, hermano. Después nos ayudaran los caranchos. Hoy la maté. Que se quede aquí con sus pilchas. Ya no hará más perjuicios.
Se abrazaron, casi llorando. Ahora los ataba otro vínculo: la mujer tristemente sacrificada y la obligación de olvidarla.

jueves, 29 de enero de 2015

Cuento colombiano


Cool rider Ace on the back on the motorbike, on January 12, 2015, in Surabaya, Indonesia. A pair of dogs enjoy a bit of bark-and-ride – as they weave through Indonesiaís traffic on the back of a motorcycle. Wearing red-framed sunglasses and a helmet the two golden retrievers happily sandwich their owner on the fast bike. (Photo by Jefta Images/Barcroft Media/ABACAPress)





El regreso

But homesick unto death.
WITTER BYNNER, The patient to the doctors
 
Esto fue lo sucedido al volver Madame Michaud de la cárcel. Ocurrió en Les houx, la propiedad de la familia Michaud, y no fue reseñado en ningún periódico de Bélgica. Los episodios más antiguos de la historia ocurrieron treinta y nueve años atrás; fueron noticia comentada en todas partes, pero ya no debe haber nadie fuera de la familia que los recuerde.
Les houx es un terreno de unas tres hectáreas que el bisabuelo de Madame Michaud adquirió a finales de 1860, cuando el país era aún muy joven y en el principado de Lieja los terrenos próximos se adjudicaban sin mayor trámite. Ahí creció y vivió toda su vida el abuelo de Madame Michaud, y también su padre. Ahí nacieron Madame Michaud y su hermana menor, Sara, y ahí crecieron y vivieron ambas hasta que, poco después de haber cumplido cuarenta años, en septiembre de 1960 -un siglo había pasado desde que su familia se hiciera con la propiedad que era su emblema y su orgullo-, Madame Michaud fue llevada a juicio por el asesinato del pretendiente de Sara. Se la encontró culpable de haber envenenado al hombre con el raticida utilizado en los establos de Les houx, y fue condenada.
El nombre de Madame Michaud no importa, pero sí importa una aclaración con respecto a su apellido y a su estado civil. Michaud era su nombre de familia y el que figuraba a la entrada de la propiedad, así:
Les houx, propriété privée. Famille Michaud, 1860. Hasta aquel septiembre Madame Michaud era todavía Mademoiselle Michaud; nunca se le había conocido un novio, y muy pocos hombres la visitaron más de una vez; pero nadie descartaba la posibilidad de que, incluso a los cuarenta, contrajera matrimonio, pues el terreno de Les houxvalía por la mejor de las dotes y volvía a cualquiera de las dos hijas un buen partido. Pero cuando se supo que Mademoiselle Michaud era condenada a cuarenta y cinco años de prisión, en las bocas de la gente se fue instalando el Madame. Había en ello una mezcla de respeto y de lástima hacia una persona que ya no podría casarse, y a la que iba a ser imposible seguir llamando señorita mientras envejecía en la cárcel. Madame Michaud cumplió su condena seis años antes de lo previsto, y lo primero que haría, bien lo sabía todo el mundo, sería visitar la casa de Les houx.
El amor que le tuvo desde niña a la casa y a los establos, a los cultivos y a las arboledas y hasta a los terrenos desnudos que daban a la carretera, ese amor desmesurado, sería su tragedia. Desde que aprendió a caminar, su pasatiempo favorito fue recorrer en soledad los recovecos de la casa. No había un rincón de la construcción inmensa que no conociera y al que no hubiera sido capaz de llegar con los ojos cerrados. Esto puede no parecer grandioso si no se conoce la casa de Les houx. Por eso debo decir que tenía tres pisos, dos escaleras que accedían al segundo (una de la cocina y una del zaguán) y otra más que subía directamente al zarzo. Su perímetro era regular, un rectángulo cerrado y perfecto como una caja fuerte; pero por dentro era de diseño impar, llena de nichos y de esquinas impredecibles. Había un cuarto sin puerta al que se entraba corriendo el falso fondo de un armario: ahí, el abuelo había escondido papas y repollos de su cosecha para provocar la subida del precio durante el cambio de siglo, y el padre había escondido a una pareja judía durante la segunda guerra. Entre los dos eventos, el cuarto había pertenecido a la niña. Ella era por naturaleza solitaria, y ni siquiera su hermana sabía dónde buscarla a la hora de sentarse a la mesa o cuando alguien la necesitaba para algo. Se sabía que había estado en los establos porque llegaba oliendo a heno y a estiércol; se sabía que había pasado la mañana en la arboleda porque sus vestidos llegaban rasgados por conos de pino o estropeados sin remedio por la resina de los troncos. Cuando creció, sus padres se preocuparon: Mademoiselle Michaud visitó médicos y algún aprendiz de psicoanalista, porque a la gente le resultaba incomprensible que una joven de diecinueve años pasara todo el día sola en lugar de ver a sus amigas. Nadie entendía que no se la pudiera encontrar nunca en el mismo lugar de la amplísima casa; nadie entendía que desperdiciara los veranos vagabundeando por las tres hectáreas como un gato que orina para marcar su territorio. Empezó la guerra, y Mademoiselle Michaud ganó una súbita importancia en las funciones de la casa: durante los bombardeos nocturnos, cuando la corriente eléctrica de todo el país se cortaba para que los aviadores no ubicaran sus blancos, ella era la única capaz de encontrar objetos perdidos en la oscuridad, o de atravesar la propiedad de un extremo al otro si era preciso alimentar a los caballos o dar un recado al mayordomo. Todo ello determinó que, en 1949, cuando murió el padre de las niñas Michaud, la madre, que hasta entonces se había desentendido de esos asuntos, entregara la administración de la propiedad a la única persona que podía obtener resultados satisfactorios; y Mademoiselle Michaud tuvo la excusa perfecta para olvidar u omitir los ímpetus matrimoniales de los jóvenes de Ferriéres o de Lieja o incluso de Lovaina. En ese estado, que para ella se acercaba al paraíso, pudo permanecer durante varios años. La casa nunca había conocido, ni conocería, un esplendor semejante.
En 1958 Sara conoció a Jan, un joven flamenco cuyo apellido nadie retuvo fácilmente: ni la madre, por falta de esfuerzo, ni la hermana, por ensimismamiento y desinterés. Todos los martes y todos los sábados durante dos años se le vio llegar en un Studebaker color de palo de rosa -que aparcaba frente a la casa, en el lugar que el padre había ocupado desde que compró su primer carro-, e irse apenas comenzaba a caer la noche. Rara vez coincidió con Mademoiselle Michaud en la casa: desde que lo veía cruzar el portón de entrada, ella desaparecía. Aquel hombre le resultó antipático desde el principio, y francamente repulsivo desde el sábado de verano en que llegó, no por la tarde sino antes de mediodía, con una cuadrilla de ayudantes cargados de varas de medir. Mademoiselle Michaud, desde varios rincones de la propiedad, los observaba sacar cuentas, medir el flanco que daba a la carretera, la superficie de la arboleda o la que ocupaban los terrenos sobre los que no se había construido ni nadie pensaba todavía en construir. El sábado siguiente, la misma rutina de mediciones se produjo; y al entrar a la casa, en la noche, Mademoiselle Michaud se sentó frente a su madre, que leía apaciblemente Le rouge et le noir. Mademoiselle Michaud guardaría para siempre ese dato nimio, porque en ningún momento de la conversación su madre cerró el libro o lo puso sobre su regazo para hablar. Con el libro abierto, el lomo de cuero fino hacia la hija inquieta, la madre explicó que Jan (y pronunció mediocremente el apellido) había pedido la mano de Sara: ella no había encontrado razones para negársela y en cambio más de una para concedérsela. Estando su padre muerto, la decisión le incumbía a ella sin deliberaciones de ningún tipo. Se casarían apenas llegara la primavera del próximo año. La primera semana de abril les parecía a todos un excelente momento.
Mademoiselle Michaud emprendió un lento estudio, del que quizás ella misma no se percataba y cuyo objeto era el futuro marido de Sara. Eso puede llamarse intuición, pero también desconfianza: la desconfianza de una mujer (porque ya, en este tiempo, Mademoiselle Michaud era una mujer) que nunca ha tratado con seres humanos; cuya amistad en definitiva, se ha volcado siempre sobre los objetos de la casa, las vigas de un techo y las alfombras, la cal de las paredes y el cascajo del patio y la madera de un cobertizo. Las cosas y su organización en el espacio físico eran la compañía de Mademoiselle Michaud; era lógico entonces, que la presencia del pretendiente y de sus hombres medidores la perturbara. Persiguió y espió a la pareja; su conocimiento del terreno en el que se movía le permitió pasar desapercibida. Vio sin que le importara que, cuando se encontraban solos en la sala de recibo, los novios no sólo se besaban, sino que la mano de él se perdía debajo del suéter de ella, y la de ella entre los pliegues de tweed de los pantalones de él. Vio a finales de agosto, que el novio empezaba a venir más temprano, y Sara y él aprovechaban la siesta de la madre para esconderse en el cuarto detrás del armario, del cual algún tímido gemido se escapaba. Y a principios de septiembre vio que Jan usaba el teléfono del tercer piso para hacer una llamada de negocios. Habló del momento en que la mitad de todo esto le perteneciera; habló de la necesidad de poner tanta tierra inútil a producir. Los detalles que mencionó funcionaron sobre Mademoiselle Michaud con la fuerza de una catapulta. Por esos días debía ir a la frontera, donde los precios eran más bajos, para hacer una compra importante de viruta. Algún mercader pudo ofrecerle el molinillo que buscaba. Regresó a casa después de la cena, y ciegamente vació el contenido de su saquito, un polvo grueso y tosco, en el pousse-café del pretendiente. Jan no sobrevivió a esa noche.
La madre, sabiamente, envió a Sara a casa de una de sus amigas, en Aix-la-Chapelle. El juicio se llevó a cabo con celeridad, pues el dolo era notorio y la evidencia no hubiera podido ser más pródiga. Un camión vino a buscar a Mademoiselle Michaud para llevarla a la cárcel de mujeres, cerca de Charleroi. La madre no salió a despedirla. Imagino a la mujer que hasta los cuarenta años había vivido en el mundo de una niña, y que entonces había asesinado a alguien, mirando por última vez los predios de la familia. Dos días después, Sara, todavía enferma de náuseas, regresó a Les houx. No dormía, pero ese era el menor de los males. Antes de que nadie se diera cuenta, una anorexia la había llevado a la cama, un médico había venido a salvarle la vida, una terapia había comenzado y se llevaba a cabo puntualmente. Con el tiempo, su tristeza no fue más terca que la tristeza de cualquiera, y poco a poco revivió su apetito. Un accidente ocurrió cierto día: la madre quiso obligarla a probar la torta de macarrones que había comprado para ella en la pastelería de André Destiné, y que había sido siempre su favorita; Sara se negó y ante la insistencia perdió el control, manoteó demasiado cerca de la mesa que había junto a la puerta cristalera y su cachetada destrozó contra el piso un jarrón de cerámica local que había sido de la bisabuela. Notó el espacio sobre la mesa, el círculo que brillaba como una luna desde donde el jarrón había estado, inmóvil, durante tantos años. Se hubiera dicho que ese instante marcó el comienzo de su mejoría. Dijo que entraba más luz al comedor ahora; al día siguiente cambió la mesa de lugar; una semana más tarde, contrató a tres obreros que, junto al mayordomo, ampliaron el marco de la puerta cristalera en dos metros de cada lado, y la acabaron sustituyendo por un ventanal que iba del piso de parquet al cielo raso.
Nunca tuvieron noticias de Madame Michaud -ya era este el apelativo con el que el público hablaba de ella-; y Madame Michaud no tuvo noticias de ellas. Comentaba la gente que era como si la hubieran condenado al exilio más doloroso desde el principio, y, con el tiempo, el exilio se hubiera tornado en llano olvido. Pero no era así: Sara nunca olvidó que su hermana vivía en una celda por haber envenenado al hombre que la iba a hacer feliz. Madame Michaud, por su parte, no podía sentir la culpa que le endilgaban, ni el arrepentimiento por su actuación: su universo no contemplaba esos sistemas, porque no era humano; y las cosas no son culpables, ni las construcciones sienten arrepentimiento. Es un lugar común decir que perdió la noción del tiempo; pero contaban las carceleras de su patio que salía muy poco y que rara vez se relacionó con otra de las convictas, y que vivía, en todos los demás aspectos, al margen de cualquier evolución, ignorante a las rutinas del mundo interno y a las revoluciones del externo. Encerrada en el mínimo espacio de su célula, Madame Michaud no se enteró de que su madre había muerto de muerte natural durante el invierno de 1969, y nunca supo que, en su lecho de muerte, ella la había perdonado. ¿Se habría alegrado de ese perdón? Es una certeza imposible. Su compañera, que muy pronto agotó los deseos de conversar con ella, cuenta que Madame Michaud (cuyo pelo encanecía, cuya piel transparente se iba secando como la coraza desprendida de un eucalipto) se pasaba los días enrollando y desenrollando un pliego de papel sobre el piso de la celda. Por un lado aparecía impreso un viejo calendario traído de Francia: 1954 - Dixiéme anniversaire de la Libération era la leyenda marcada encima de los meses y de los días. Sobre el reverso del calendario, Madame Michaud había dibujado a lápiz el croquis de Les houx con tantos detalles que su compañera exclamó, al ver el plano por primera vez, que conocía el lugar. No era cierto, pero la perfección de los detalles se había impuesto sobre su memoria. La ilusión, momentánea para la otra convicta, era perfecta para Madame Michaud: y sobre ese plano vivió los años de su reclusión, ajena a su vejez acrecentada. No es difícil imaginarla volcada sobre paredes que eran un simple trazo grueso, o creyendo esconderse detrás de muros que estaban hechos no de cemento y ladrillo, sino del sombreado cuidadoso de un lápiz inclinado.
Imagino que fue la buena conducta de la convicta Madame Michaud lo que, paradójicamente, propició la distracción de las directoras de la prisión de Charleroi. Nadie, durante los últimos años de su reclusión, pareció acordarse de ella; y es fácil pensar que muchos más años le habrían sido conmutados si ella lo hubiera solicitado antes de manera oficial. Cuando se decidió que merecía la libertad anticipada, le faltaban seis años para cumplir la pena. Pero diez años atrás, la misma merced le habría sido concedida: su comportamiento fue el mismo a lo largo de toda esa vida dentro de la vida que es una condena por homicidio. En diciembre de 1998, Madame Michaud fue convocada a la sala César Franck de la prisión, donde respondió a una serie de preguntas que querían confirmar su voluntad de regresar a la sociedad y ser un miembro útil de ella. Al final de la sesión, le preguntaron si prefería salir antes o después de las fiestas: ante la inminencia de su libertad, Madame Michaud no quiso pasar un día más en la cárcel. Los intendentes pusieron entre sus pertenencias (la toilette con la que había llegado y un calendario en cuyo reverso había el plano de una casa) un sobre con tres mil francos en billetes de quinientos. El diecinueve de diciembre, Madame Michaud pasó la noche en un motel de Charleroi -nadie la había esperado frente a los muros de la prisión-, y antes de que amaneciera ya estaba lista para regresar a Les houx. (A sus setenta y nueve años, Madame Michaud había perdido el sueño, y despertaba siempre con las primeras luces.) No le tuvo que explicar al taxista dónde quedaba la propiedad de su familia.
El taxi recorrió el sendero de entrada lentamente, pues había nevado y una capa de hielo volvía la superficie resbalosa. Madame Michaud limpiaba el vaho acumulado en su ventanilla para ver la casa, su casa, y debía pensar que abriría el portón y sería para ella como si ni un día hubiera pasado. No despidió al chofer apenas se bajó del taxi, quizás porque sintió que no era cascajo lo que pisaba bajo la nieve, sino grava suelta. Pero siguió adelante, y su mano se dirigió instintivamente al espacio donde siempre estuvo el aldabón: su mano cayó en el vacío. Le debió parecer inverosímil tener que buscar con la mirada la cerradura, y tener que intentarlo dos veces antes de accionar el mecanismo. Tuvo que pensar en la posibilidad de haberse distraído en el camino, de que el chofer la hubiera traído a una casa ajena. Miró a su alrededor. En su cara se leía la confusión. Madame Michaud se sentía desorientada.
En el zaguán, donde hubo siempre un ángel de piedra apostado bajo las escaleras, no había ahora escaleras, sino una biblioteca de flormorado, y el ángel de piedra era un sillón de lectura. Tres habitaciones se repartían el área que había sido treinta y nueve años antes el salón de estar: una para las armas de cacería, otra para los vestidos de invierno y otra que Madame Michaud no verificó, porque la vio oscura y quizás profunda (le pareció que una baranda descendía a una cava), y tuvo miedo de perderse. El primer piso era irreconocible; consoló a Madame Michaud el hecho de no poder subir al segundo -ignoraba por dónde hubiera podido hacerlo-, pues así se evitaba repetir los tanteos ciegos y la extrañeza, la dolorosa extrañeza.

Madame Michaud no estaba sola en la casa, pero la otra presencia no se hubiera delatado ni por todo el oro del mundo. Desde los rosetones del zarzo, Sara la vio salir, y fue como si sintiera ella misma el frío que golpeó a su hermana mayor en la cara. Sara no desperdició un detalle: ante su mirada ansiosa, Madame Michaud comprobó que una especie de cabaña sin paredes se levantaba donde había estado, según recordaba, el galpón de los caballos lusitanos, y enseguida, con la mano en la frente, descubrió que aquel jardín de plantas dormidas había sido antes la espesa arboleda. Agradeció que el taxi la esperara aún, porque no estaba segura de ser capaz de encontrar el camino de salida entre tantos senderos nuevos que conducían a tantas nuevas dependencias, a tantas construcciones recientes que Sara había proyectado y erigido con paciencia de artista a lo largo de treinta y nueve años, y que en muchos casos no estaban todavía ocupadas ni cumplían función alguna, porque su única justificación era reemplazar una memoria o un afecto en la mente de Madame Michaud para que ahora ella, en el puesto trasero del taxi, se preguntara adonde podía ir, qué lugar quedaba para ella en el mundo.

lunes, 29 de diciembre de 2014

Con chispa







El que inventó la pólvora

Uno de los pocos intelectuales que aún existían en los días anteriores a la catástrofe, expresó que quizá la culpa de todo la tenía Aldous Huxley. Aquel intelectual -titular de la misma cátedra de sociología, durante el año famoso en que a la humanidad entera se le otorgó un Doctorado Honoris Causa, y clausuraron sus puertas todas las Universidades-, recordaba todavía algún ensayo de Music at Night: los snobismos de nuestra época son el de la ignorancia y el de la última moda; y gracias a éste se mantienen el progreso, la industria y las actividades civilizadas. Huxley, recordaba mi amigo, incluía la sentencia de un ingeniero norteamericano: «Quien construya un rascacielos que dure más de cuarenta años, es traidor a la industria de la construcción». De haber tenido el tiempo necesario para reflexionar sobre la reflexión de mi amigo, acaso hubiera reído, llorado, ante su intento estéril de proseguir el complicado juego de causas y efectos, ideas que se hacen acción, acción que nutre ideas. Pero en esos días, el tiempo, las ideas, la acción, estaban a punto de morir.
La situación, intrínsecamente, no era nueva. Sólo que, hasta entonces, habíamos sido nosotros, los hombres, quienes la provocábamos. Era esto lo que la justificaba, la dotaba de humor y la hacía inteligible. Éramos nosotros los que cambiábamos el automóvil viejo por el de este año. Nosotros, quienes arrojábamos las cosas inservibles a la basura. Nosotros, quienes optábamos entre las distintas marcas de un producto. A veces, las circunstancias eran cómicas; recuerdo que una joven amiga mía cambió un desodorante por otro sólo porque los anuncios le aseguraban que la nueva mercancía era algo así como el certificado de amor a primera vista. Otras, eran tristes; uno llega a encariñarse con una pipa, los zapatos cómodos, los discos que acaban teñidos de nostalgia, y tener que desecharlos, ofrendarlos al anonimato del ropavejero y la basura, era ocasión de cierta melancolía.
Nunca hubo tiempo de averiguar a qué plan diabólico obedeció, o si todo fue la irrupción acelerada de un fenómeno natural que creíamos domeñado. Tampoco, dónde se inició la rebelión, el castigo, el destino -no sabemos cómo designarlo. El hecho es que un día, la cuchara con que yo desayunaba, de legítima plata Christoph; se derritió en mis manos. No di mayor importancia al asunto, y suplí el utensilio inservible con otro semejante, del mismo diseño, para no dejar incompleto mi servicio y poder recibir con cierta elegancia a doce personas. La nueva cuchara duró una semana; con ella, se derritió el cuchillo. Los nuevos repuestos no sobrevivieron las setenta y dos horas sin convertirse en gelatina. Y claro, tuve que abrir los cajones y cerciorarme: toda la cuchillería descansaba en el fondo de las gavetas, excreción gris y espesa. Durante algún tiempo, pensé que estas ocurrencias ostentaban un carácter singular. Buen cuidado tomaron los felices propietarios de objetos tan valiosos en no comunicar algo que, después tuvo que saberse, era ya un hecho universal. Cuando comenzaron a derretirse las cucharas, cuchillos, tenedores, amarillentos, de alumino y hojalata, que usan los hospitales, los pobres, las fondas, los cuarteles, no fue posible ocultar la desgracia que nos afligía. Se levantó un clamor: las industrias respondieron que estaban en posibilidad de cumplir con la demanda, mediante un gigantesco esfuerzo, hasta el grado de poder reemplazar los útiles de mesa de cien millones de hogares, cada veinticuatro horas.
El cálculo resultó exacto. Todos los días, mi cucharita de té -a ella me reduje, al artículo más barato, para todos los usos culinarios- se convertía, después del desayuno, en polvo. Con premura, salíamos todos a formar cola para adquirir una nueva. Que yo sepa, muy pocas gentes compraron al mayoreo; sospechábamos que cien cucharas adquiridas hoy serían pasta mañana, o quizá nuestra esperanza de que sobrevivieran veinticuatro horas era tan grande como infundada. Las gracias sociales sufrieron un deterioro total; nadie podía invitar a sus amistades, y tuvo corta vida el movimiento, malentendido y nostálgico, en pro de un regreso a las costumbres de los vikingos.
Esta situación, hasta cierto punto amable, duró apenas seis meses. Alguna mañana, terminaba mi cotidiano aseo dental. Sentí que el cepillo, todavía en la boca, se convertía en culebrita de plástico; lo escupí en pequeños trozos. Este género de calamidades comenzó a repetirse casi sin interrupciones. Recuerdo que ese mismo día, cuando entré a la oficina de mi jefe en el Banco, el escritorio se desintegró en terrones de acero, mientras los puros del financiero tosían y se deshebraban, y los cheques mismos daban extrañas muestras de inquietud... Regresando a la casa, mis zapatos se abrieron como flor de cuero, y tuve que continuar descalzo. Llegué casi desnudo: la ropa se habla caído a jirones, los colores de la corbata se separaron y emprendieron un vuelo de mariposas. Entonces me di cuenta de otra cosa: los automóviles que transitaban por las calles se detuvieron de manera abrupta, y mientras los conductores descendían, sus sacos haciéndose polvo en las espaldas, emanando un olor colectivo de tintorería y axilas, los vehículos, envueltos en gases rojos, temblaban. Al reponerme de la impresión, fijé los ojos en aquellas carrocerías. La calle hervía en una confusión de caricaturas: Fords Modelo T, carcachas de 1909, Tin Lizzies, orugas cuadriculadas, vehículos pasados de moda.
La invasión de esa tarde a las tiendas de ropa y muebles, a las agencias de automóvil, resulta indescriptible. Los vendedores de coches -esto podría haber despertado sospechas- ya tenían preparado el Modelo del Futuro, que en unas cuantas horas fue vendido por millares. (Al día siguiente, todas las agencias anunciaron la aparición del Novísimo Modelo del Futuro, la ciudad se llenó de anuncios démodé del Modelo del día anterior -que, ciertamente, ya dejaba escapar un tufillo apolillado-, y una nueva avalancha de compradores cayó sobre las agencias.)
Aquí debo insertar una advertencia. La serie de acontecimientos a que me vengo refiriendo, y cuyos efectos finales nunca fueron apreciados debidamente, lejos de provocar asombro o disgusto, fueron aceptados con alborozo, a veces con delirio, por la población de nuestros países. Las fábricas trabajaban a todo vapor y terminó el problema de los desocupados. Magnavoces instalados en todas las esquinas, aclaraban el sentido de esta nueva revolución industrial: los beneficios de la libre empresa llegaban hoy, como nunca, a un mercado cada vez más amplio; sometida a este reto del progreso, la iniciativa privada respondía a las exigencias diarias del individuo en escala sin paralelo; la diversificación de un mercado caracterizado por la renovación continua de los artículos de consumo aseguraba una vida rica, higiénica y libre. «Carlomagno murió con sus viejos calcetines puestos -declaraba un cartel- usted morirá con unos Elasto-Plastex recién salidos de la fábrica.» La bonanza era increíble; todos trabajaban en las industrias, percibían enormes sueldos, y los gastaban en cambiar diariamente las cosas inservibles por los nuevos productos. Se calcula que, en mi comunidad solamente, llegaron a circular en valores y en efectivo, más de doscientos mil millones de dólares cada dieciocho horas.
El abandono de las labores agrícolas se vio suplido, y concordado, por las industrias química, mobiliaria y eléctrica. Ahora comíamos píldoras de vitamina, cápsulas y granulados, con la severa advertencia médica de que era necesario prepararlos en la estufa y comerlos con cubiertos (las píldoras, envueltas por una cera eléctrica, escapan al contacto con los dedos del comensal).
Yo, justo es confesarlo, me adapté a la situación con toda tranquilidad. El primer sentimiento de terror lo experimenté una noche, al entrar a mi biblioteca. Regadas por el piso, como larvas de tinta, yacían las letras de todos los libros. Apresuradamente, revisé varios tomos: sus páginas, en blanco. Una música dolorosa, lenta, despedida, me envolvió; quise distinguir las voces de las letras; al minuto agonizaron. Eran cenizas. Salí a la calle, ansioso de saber qué nuevos sucesos anunciaba éste; por el aire, con el loco empeño de los vampiros, corrían nubes de letras; a veces, en chispazos eléctricos, se reunían... amor, rosa, palabra, brillaban un instante en el cielo, para disolverse en llanto. A la luz de uno de estos fulgores, vi otra cosa: nuestros grandes edificios empezaban a resquebrajarse; en uno, distinguí la carrera de una vena rajada que se iba abriendo por el cuerpo de cemento. Lo mismo ocurría en las aceras, en los árboles, acaso en el aire. La mañana nos deparó una piel brillante de heridas. Buen sector de obreros tuvo que abandonar las fábricas para atender a la reparación material de la ciudad; de nada sirvió, pues cada remiendo hacía brotar nuevas cuarteaduras.
Aquí concluía el periodo que pareció haberse regido por el signo de las veinticuatro horas. A partir de este instante, nuestros utensilios comenzaron a descomponerse en menos tiempo; a veces en diez, a veces en tres o cuatro horas. Las calles se llenaron de montañas de zapatos y papeles, de bosques de platos rotos, dentaduras postizas, abrigos desbaratados, de cáscaras de libros, edificios y pieles, de muebles y flores muertas y chicle y aparatos de televisión y baterías. Algunos intentaron dominar a las cosas, maltratarlas, obligarlas a continuar prestando sus servicios; pronto se supo de varias muertes extrañas de hombres y mujeres atravesados por cucharas y escobas, sofocados por sus almohadas, ahorcados por las corbatas. Todo lo que no era arrojado a la basura después de cumplir el término estricto de sus funciones, se vengaba así del consumidor reticente.
La acumulación de basura en las calles las hacía intransitables. Con la huida del alfabeto, ya no se podían escribir directrices; los magnavoces dejaban de funcionar cada cinco minutos, y todo el día se iba en suplirlos con otros. ¿Necesito señalar que los basureros se convirtieron en la capa social privilegiada, y que la Hermandad Secreta de Verrere era, de facto, el poder activo detrás de nuestras instituciones republicanas? De viva voz se corrió la consigna: los intereses sociales exigen que para salvar la situación se utilicen y consuman las cosas con una rapidez cada día mayor. Los obreros ya no salían de las fábricas; en ellas se concentró la vida de la ciudad, abandonándose a su suerte edificios, plazas, las habitaciones mismas. En las fábricas, tengo entendido que un trabajador armaba una bicicleta, corría por el patio montado en ella; la bicicleta se reblandecía y era tirada al carro de la basura que, cada día más alto, corría como arteria paralítica por la ciudad; inmediatamente, el mismo obrero regresaba a armar otra bicicleta, y el proceso se repetía sin solución. Lo mismo pasaba con los demás productos; una camisa era usada inmediatamente por el obrero que la fabricaba, y arrojada al minuto; las bebidas alcohólicas tenían que ser ingeridas por quienes las embotellaban, y las medicinas de alivio respectivas por sus fabricantes, que nunca tenían oportunidad de emborracharse. Así sucedía en todas las actividades.
Mi trabajo en el Banco ya no tenía sentido. El dinero había dejado de circular desde que productores y consumidores, encerrados en las factorías, hacían de los dos actos uno. Se me asignó una fábrica de armamentos como nuevo sitio de labores. Yo sabía que las armas eran llevadas a parajes desiertos, y usadas allí; un puente aéreo se encargaba de transportar las bombas con rapidez, antes de que estallaran, y depositarlas, huevecillos negros, entre las arenas de estos lugares misteriosos.
Ahora que ha pasado un año desde que mi primera cuchara se derritió, subo a las ramas de un árbol y trato de distinguir, entre el humo y las sirenas, algo de las costras del mundo. El ruido, que se ha hecho sustancia, gime sobre los valles de desperdicio; temo -por lo que mis últimas experiencias con los pocos objetos servibles que encuentro delatan- que el espacio de utilidad de las cosas se ha reducido a fracciones de segundo. Los aviones estallan en el aire, cargados de bombas; pero un mensajero permanente vuela en helicóptero sobre la ciudad, comunicando la vieja consigna: «Usen, usen, consuman, consuman, ¡todo, todo!» ¿Qué queda por usarse? Pocas cosas, sin duda.
Aquí, desde hace un mes, vivo escondido, entre las ruinas de mi antigua casa. Huí del arsenal cuando me di cuenta que todos, obreros y patrones, han perdido la memoria, y también, la facultad previsora... Viven al día, emparedados por los segundos. Y yo, de pronto, sentí la urgencia de regresar a esta casa, tratar de recordar algo apenas estas notas que apunto con urgencia, y que tampoco dicen de un año relleno de datos- y formular algún proyecto.
¡Qué gusto! En mi sótano encontré un libro con letras impresas; es Treasure Island, y gracias a él, he recuperado el recuerdo de mí mismo, el ritmo de muchas cosas... Termino el libro («¡Pieces of eight! ¡Pieces of eight!») y miro en redor mío. La espina dorsal de los objetos despreciados, su velo de peste. ¿Los novios, los niños, los que sabían cantar, dónde están, por qué los olvidé, los olvidamos, durante todo este tiempo? ¿Qué fue de ellos mientras sólo pensábamos (y yo sólo he escrito) en el deterioro y creación de nuestros útiles? Extendí la vista sobre los montones de inmundicia. La opacidad chiclosa se entrevera en mil rasguños; las llantas y los trapos, la obesidad maloliente, la carne inflamada del detritus, se extienden enterrados por los cauces de asfalto; y pude ver algunas cicatrices, que eran cuerpos abrazados, manos de cuerda, bocas abiertas, y supe de ellos.
No puedo dar idea de los monumentos alegóricos que sobre los desperdicios se han construido, en honor de los economistas del pasado. El dedicado a las Armonías de Bastiat, es especialmente grotesco.
Entre las páginas de Stevenson, un paquete de semillas de hortaliza. Las he estado metiendo en la tierra, ¡con qué gran cariño!... Ahí pasa otra vez el mensajero: 
«USEN TODO... TODO... TODO» 
Ahora, ahora un hongo azul que luce penachos de sombra y me ahoga en el rumor de los cristales rotos... 
Estoy sentado en una playa que antes -si recuerdo algo de geografía- no bañaba mar alguno. No hay más muebles en el universo que dos estrellas, las olas y arena. He tomado unas ramas secas; las froto, durante mucho tiempo... ah, la primera chispa...